
Despertar de madrugada y no verte a mi lado es escuchar el sonido de un látigo descargar fuerte en el suelo. Mis músculos, clarividentes, comprenden el peligro y se tensan. Alteran el ritmo de mi latido. Conscientes de que tu ausencia, de ocurrir un día, será el desastre. Desvelado por la urgencia de encontrarte y la sequedad de mi garganta me levanto y camino por el pasillo hasta la cocina. Y te veo al fondo. Apoyada en el dintel de la ventana. La casa es ahora un museo y tú una pintura de las que inducen las lágrimas. Un milagro. Absorta en la noche. Tus rizos revueltos por la laxitud que brindan las sombras y el flujo de aire que interceptan restauran mi calma. No tuviste intención de irte. Aunque verte así, tan grácil, tan libre… Quién sabe si tu ligereza no te hará salir volando. Abducida por la belleza de la que formas parte. Fusionada con la divinidad que eres. Me acerco a ti en silencio. Te acecho como el tiburón hambriento embosca a su víctima. Es egoísta, lo sé. Pero mi naturaleza vacilante se reafirma en estos vanos intentos de ser alguien. De conmoverte. De excitarte. Me complace ver tu miedo convertirse en serenidad cuando tus ojos me encuentran.
—Joder, Marcos, vaya susto.
—¿Qué haces, amor? Son las tres de la mañana.
—Viajo en el tiempo.
Mi cara revela lo evidente. Que tal como acabas de decir me llevas siglos de ventaja. Que tu existencia es la forma que adquirió el derroche para viajar al pasado con el insólito empeño de rescatarme. La generosidad consagrada a abrir la puerta de mi jaula. Aunque tus esfuerzos sean estériles. No me entero de nada. Yo vivo en un rincón, asustado. Con la espalda pegada a los barrotes. Compagino mi inmovilidad con el fútil temor de que te hartes de mí porque no alcanzo el valor de desplegar las alas. No llego a comprender este extraño privilegio de tenerte aquí, tan elocuente. De poder fisgar en tu carne, de bailar con tus palabras. De no haber sido arrastrado aún a la locura por el hecho de que me mires y me veas. Y me pregunto acobardado si gastar tu amor conmigo no es tirar margaritas a los cerdos. Entonces coges mi mano y me doblegas. El contacto con tus dedos es como una gota de mágico detergente que diluye de súbito la pringue de mis pensamientos.
—Anda que vaya cara. Ven aquí. Cuando miramos las estrellas, su luz, no estamos mirando el presente. Estamos observando un fenómeno que ocurrió días, meses, incluso años atrás. ¿No te parece fascinante? Es como si tuviéramos la capacidad de trascender el tiempo solo con abrir los ojos.
Yo de lo poco de lo que soy capaz en este instante es de contemplarte y procurar que mi mandíbula no se desplome en el piso. Que no me descubra en mi cándido intento de trascender mi inseguridad en un gracias que lacro con un beso sobre tu pelo. —No te vayas—, quiero decirte. Eso y quinientos millones más de cosas. Pero intuyo que cualquier palabra que elija pronunciar es confinar este momento. Aprisionarlo conmigo en la jaula. Así que callo. No tengo ni idea de si ahora es pasado, presente o futuro. Si soy sincero, me importa un cuerno. Solo sé que te miro, te abrazo. Me miras de vuelta. Somos eternos.