
—Señorita, ¿Puedo ayudarla? ¿Quiere que le saque algunas más del expositor?
—No, no. Gracias. Solo estaba mirando. Muchas gracias.
—De acuerdo. Estoy por aquí. Si necesita cualquier cosa dígame.
—Estupendo. Gracias.
Necesitaría principalmente que dejaras de perseguir todos mis movimientos. Ay, me pone tan nerviosa que seáis tan pesadas. ¿Tengo pinta de querer robarlas? ¿Cómo quiere que compre algo así? Con esta presión encima. Que no le dejan a una mirarse y decidir tranquilamente. Creo que éstas me quedan bien. Pero los cristales son un poco claros y se me ven los ojos a través un poco raros. Lo que me cuesta encontrar unas gafas que me gusten. La gente se cree que las colecciono. Lo que me pasa es que no me veo bien con ningunas. Y pruebo y pruebo. Y gasto y gasto. Y claro, las acumulo. En el cajón del mueble de la entrada. Ese está lleno de gafas. Ahí están, al ladito justo de mi autoestima. Que creo que se me ha vuelto a olvidar cogerla al salir, por cierto. La verdad es que en el fondo creo que si le tapas los ojos a mi cara se queda así como insulsa. Pierde la gracia. Siempre he pensado que es lo mejor que tengo. Los ojos cuando ríen. Cuando escuchan. Cuando alcanzan. Ay, amiga, sí. Porque a veces las miradas son dardos. No es muy común, no te creas. Que hay que estar muy concentrado y no te pasa con cualquiera. Pero cuando ocurre… Qué maravilla. Es como encajar la pieza azul que te faltaba en el cielo de un puzzle de mil piezas. Te calienta desde dentro del cuerpo un gozo así que dices, esto tiene que ser algo. Por mi vida que es importante. Pero ya te digo, que no pasa. Nos da miedo. Es como si al mirarnos nos descubriéramos. Porque acaso eso es malo: —A ver si me mira ésta y se va a dar cuenta de que anoche antes de ir a dormir tuve que echar unas lágrimas. Y pegarle un tiento al queso, porque no había quien me calmara—. Que ya ves tú. Mejor nos iría compartirlo. Si es que estamos todos rotos. Todos deshechos. Pero al día siguiente como si nada. Se hace de día, sale el sol y nuestras gafas. Oye lo disimulan todo. Porque la tristeza, que no te engañen, la tristeza vive en la mirada. Eso está claro. Menos mal que se inventaron. Plántate tú en un funeral sin unas buenas gafas que lo cubran todo. Al descubierto todas las penas. Las verdaderas y las falsas. Quita, quita.
—Esas le quedan muy bien. Esa forma de mirada de gato es perfecta para su cara.
—¡Oh! Gracias. ¿De verdad le parece?
—Sí, sí. Está guapísima.
—Vale. Voy a probarme éstas también a ver qué tal.
A ver qué me vas a decir tú. Y yo encima le pongo esta cara de interesada. Como si me la creyera. La verdad es que es inevitable no dejarse llevar y picar un poco. Pero, espera, ¿lo has visto? Me hablaba y miraba al suelo. Sabe que si le apunto a los ojos la cazo. Que no se me escapa. Y los esconde. Qué bien entrenadas estáis. Entonces las de gato me quedan bien. Será porque soy igual de arisca. No me había dado cuenta antes. Creo que de esta forma no tengo ninguna. O tal vez porque esas son las únicas grandes y me cubren los mofletes. Esas y estas oscuras tipo Audrey, que a mí no me dicen nada. Demasiado sofisticadas. Demasiadas brillantinas. Qué envidia esas mujeres tan lánguidas. Tan guapas. Da igual lo que se pongan. Ellas lo tienen más fácil. Al menos en estas cosas más frívolas, que no sabes lo que bulle dentro. Nunca sabes. Pero yo diría que porque no les queden bien unas gafas no se inquietan. Ellas se las roban a sus novios y parecen reinas. Y les queda tiempo para indagar en otras cosas. Lo mismo hasta sufren más, que tienen más tiempo. Bueno, que me pierdo con la loca de la casa. ¿Qué hago? La verdad es que estas son negras y grandes. Y me cubren bien las ojeras, porque vaya racha. Que parezco un mapache. Mejor los colores fríos para mi cara. Con los marrones y los cobres parezco enferma. Si fuera más atrevida me compraba unas rojas. Esas de ahí me encantan. Pero es que luego te tienen que combinar con todo. Quien tuviera dinero para tener una de cada color. Pero no, tengo que ser más práctica.
—Disculpe señorita, creo que me llevaré estas al final.
—Muy buena elección. Son muy elegantes.
Elegante tu manera de decirme que bueno, que sin más. No pasa nada. Me las voy a comprar igual. Total. Si al final no me veo ya las heredará mi madre, que a ella todas le van bien.
—Muchas gracias. Sí, me encantan. Creo que me las voy a poner un montón.
—Seguro que sí. ¿Se las envuelvo?
—No, no. No te preocupes. Si es que he salido a la calle sin ellas. Voy a estrenarlas.
—Muy bien, que las disfrute entonces.
—Muchas gracias.
No hace mucho sol, pero me las voy a poner, qué más da. Si en mí no se va a fijar nadie. A ver que me vea en ese escaparate. Ay no sé si me seducen del todo, me veo mucha nariz. Qué narices más gordas tengo, fíjate. Estoy rara. Mira esa chica, qué gafas más chulas, qué bien le quedan. Qué rubia ella y qué alta. Chica, qué estilosa. Son bastante parecidas a las mías. Espera, ahora que nos cruzamos, diría que son iguales, ¿será posible? Sí, sí, sí. Mira las patillas. ¡Son las mías! Nada, nada, no. Olvídate. ¡Uy, qué vergüenza! Deja, no. Las devuelvo. Voy a llevarlas.
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