Marabunta

No sé qué voy a hacer con todas estas velas. A quien le iba el rollo zen era a ti. Yo disfruto más haciendo bizcochos, y comiéndomelos. Así me estoy poniendo. Que voy a kilo por mes. Y ya han pasado cinco. Pero es que me faltaba añadir a la mochila la voz de mi madre espetándome el mítico: <Cómo te estás poniendo, hija mía>. No puedo, de verdad que no puedo. Estoy descontrolada. Suena la alarma por la mañana y yo le llevo ya media hora de ventaja. Desesperadamente despierta. Como una lechuza en la penumbra. Augurando el sonido del toque de queda. Porque para mí es al revés. La cárcel es bajarme de esta cama para ir al mundo de los vivos. Porque yo estoy muerta. Por dentro, sí. No se ve porque respiro, y de momento huelo bien, pero estoy muerta. Así que para que no se note ipso facto, me muevo mucho. Y voy como si fuera un globo hinchado al que le han soltado la boquilla. Loca. Arriba, abajo, errática para todos lados y para ninguno, como pollo sin cabeza. De momento he decidido que no voy a parar. No pienso hacerlo. No estoy preparada para que me coja la tristeza. Así que de momento corro delante. Como un revolucionario o un fugitivo. Con la desesperación de quien sabe que es correr o el desastre. Para la tristeza hay que prepararse, como para una fiesta. Ahora que digo eso me dijo María que había una este viernes. De no sé qué ginebra en un sitio al que yo solía ir cuando tenía diez años menos de pereza. Que si íbamos. Ahora que estoy soltera, me insiste, no puedo quedarme en casa, que hay que salir y ver lo que hay ahí fuera. Como si dejar de tener pareja fuera despertar de una criogénesis, o salir de un secuestro en un búnker. Como si todos estos años acaso no hubiese vivido. Odio ir a fiestas. No soy asidua a estas reuniones sociales. Nunca lo he sido. Y la gente lo percibe, porque lo que nos pasa lo advierte siempre todo el mundo, aunque ni nosotros ni ellos sepan expresarlo en palabras. El caso es que hay un tufillo que se huele. Las fiestas en garitos pijos no son mi hábitat y se me nota. Y la gente me mira raro, como si de repente hubiesen plantado a Jane Austin o Juana de Arco en medio de una pista de reggaeton. Ahora que lo pienso ellas seguro lo hacían mejor. Mucho más entusiastas. No me apetece, pero tendré que ir, porque el viernes estoy sin plan. Podríamos hacer un bizcocho, tengo una receta de pastel de zanahoria que tiene una pinta estupenda. A ver si la convenzo. Difícil. Porque yo voy loca pero ella lo está. El sábado he quedado a comer con tu hermana. Es un cielo y me está ayudando un montón que antes que ex cuñadas seamos amigas. A veces tengo la sensación de que toda la sensatez que no tenemos ni tú ni yo se la quedó ella. Es como un maestro yogui. Imperturbable por los acontecimientos. Sean de la naturaleza que sean. Me encanta verla moverse en los entierros. La posee una luz especial. Es como el ángel encargado de traer paz a las almas y calmar a los dolientes. En los tanatorios yo solo titubeo. A veces mi lado envidioso y rastrero se pregunta si tu hermana tiene sangre de verdad, o es un holograma. O si es que se le fue la mano con la hierba en los años locos y se quedó en un estado de eterna armonía que bien querría yo para mí. Pero la verdad es que está siendo un oasis en medio de esta marabunta. Porque eso es lo que estoy viviendo literalmente: una marabunta. Me han soltado en medio de una población masiva de hormigas migratorias que devoran a su paso todo lo comestible que se encuentran. Así me siento. Rodeada, desorientada, vapuleada, mordida, desconchada, incompleta, mutilada. ¿Por qué te has ido así? Por qué no me avisaste. No lo vi venir. No lo vi venir. Yo estaba tan tranquila cortando taquitos de jamón para sofreír las judías verdes para la cena. Porque yo si no le pongo algo de chicha no hay quien me haga comer la verdura. Y entraste en la cocina y me miraste con ese gesto tuyo de preocupación tan consternada que siempre que te lo veo pienso que se nos ha muerto la perrita. No sé las veces que habré matado a Lucerna. Hipotéticamente, pobrecita. Anda que no lo está pasando mal ella también. Y me dices que te vas. —¿A dónde?— Digo yo. —Me voy, Julia, me voy. Se acabó.— Y yo no entiendo nada. Y siento como si de repente alguien me arreara una patada en el estómago con tal fuerza que la propulsión me enviara directa al espacio, como un buen trastazo de los que valen doble en el street fighter. Y me quedo ahí, levitando, descoyuntada, lejana. Agarrando el mango del cuchillo por asirme a algo, pero expulsada del tejido espacio-temporal de nuestra casa. En otra dimensión en la que todo ocurre a cámara lenta. Escucho como un sonido de ultratumba tus palabras. Esas que te has preparado para explicar tu renuncia y que vomitas con la voz trémula. Como el que va a dar la lección y le toca la pregunta que se sabe solo a medias. Pero da igual que te esfuerces, no las entiendo. Yo vegeto en estadios más primarios. Tratando de reunir la información básica y atar cabos porque el dolor del golpe ha sido tremendo y ha desconectado mi cerebro de la experiencia. Y lo que está ocurriendo en esta habitación está pasando sin mí. Yo no sé dónde estoy, ni qué pasa. Ni qué siento. Ni qué es esto que me oprime el pecho y me impide respirar. Solo sé que cuando vuelva te habrás ido. Y que seguiré así. No sé el tiempo. Sin entender. Sin saber nada.

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