
Algo inenarrable me sobrevino ante la evidencia que descubrió aquella pregunta: Mi incapacidad absoluta de responderla y su cara transfigurada en desconcierto por mi indiferencia. Hay momentos en los que sencillamente lo sabes. Luego miras para otro lado y vives cinco años más y cuando vuelve a ocurrir te haces el sorprendido. Pero en ese momento una intuición aguda me dedicó un agorero —no lo veo claro—. Así, apoyando su mano en mi hombro y negando con la cabeza. Mirándome con el cariño que te mira alguien que te quiere bien y te ha visto equivocarte unas cuantas veces. Sin embargo decidí fingir un forzado gesto de sorpresa:
—¿Árboles? ¿En mi calle? Pff… No tengo ni idea.
—¿En serio no te has fijado? ¿Llevas viviendo diez años ahí y no te has dado cuenta de si en tu calle hay árboles? No debe de haberlos, lo sabrías. Como mínimo te habrías tropezado alguna vez.
—Pues no, tía, no lo sé. Diría que sí, pero no estoy seguro.
La conversación, aunque insustancial, me resultó incómoda. Me sentí intimidado, acusado. Creo que hasta me cabreó un poco. Supongo que por eso la recuerdo tan vívida. ¿Qué problema hay en ser despistado? No sé, solo soy un tipo que no pone mucha atención a los detalles. Soy más de visión de conjunto. Me interesa el mundo en general, no sus aristas. No le puse ese nombre entonces porque realmente ella me gustaba y no quise constatar las diferencias tan pronto, pero ese fue el día de la grieta. Comprendí que las lentes que usábamos para interpretar el mundo enmendaban defectos distintos. Las suyas graduaban una miopía incipiente cuando yo habría sido capaz de distinguirla entre mil en una fiesta. Y las mías trataban de corregir una presbicia causante de más de un desastre por no enterarme de lo que tengo delante.
Ella en mi caso habría visto los árboles desde el primer día que visitara el piso pensando en alquilar. De hecho en su lista de pros y contras para elegirlo habría considerado su presencia. Y cuando después se hubiese ido a tomar una cerveza con sus amigas, si alguna le hubiera preguntado (alguien de su tipo, de los que se recrean en menudencias) podría haber sido capaz de decir si eran pinos o higueras (¿qué árboles se plantan en las calles? no tengo ni idea), el color de sus flores, si tiraban las hojas en otoño y si se apuraba podría recordar cuántos de ellos había entre esquina y esquina.
Yo sin embargo solo la miraba a ella y lo único que podía recordar de la calle era su expresión cuando la cruzaba corriendo hasta mi portal en perfecta diagonal hacia mis brazos. ¿Qué me importaba a mí en esos momentos si había árboles, palomas, señoras con sombrero o bares abiertos? Lo importante era que el objeto de mi amor vivía y corría. Y en un amago de locura se jugaba el atropello por llegar unos segundos antes a quererme. Como es de entender, el mundo con todos sus detalles, su ebullición y sus colores, me la traía descaradamente al fresco.
Pasamos cinco años juntos. O para ser preciso, yo pegado a ella como un velcro. Años en los que ella vivió y yo me conformaba con verla vivir y que viniera de vez en cuando a contarme lo que era. Como el tío explorador de los fraggle que se va al mundo a conocer rincones magníficos y luego vuelve a casa con la mochila llena de experiencias y cachivaches que encontró por el camino. Lo que me describía era fascinante solo porque me lo contaba ella. Yo la escuchaba y la contemplaba exaltada, porque ella era mi cachivache exótico, mi conexión con el exterior, mi contacto con la tierra. No había más. Atisbaba la existencia desde mi balcón y lo único que veía era el vacío de su ausencia cuando no estaba y la esperanza obcecada en un abrigo rojo volviendo la esquina.
Mientras ella no estaba yo me enfrascaba en mis cigarrillos y mis rutinas de joven triunfador. Convencido de que eran suficiente para subsistir: Dormir, comer, beber y fumar, hacer dinero y luego amarla. Me he preguntado muchas veces por qué estaba conmigo sin llegar a conclusiones plausibles. Fui poco más que un pasmarote sobre el que apoyaba la espalda cuando agotada de experiencias quería descansar. Supongo que también le gustaba mi pelo y mi desdén. O tal vez solo era vanidad y lo que le ponía es que era el primero y más incondicional de sus fans. Siempre deseando números nuevos. Ahora lo que creo es que éramos jóvenes e inexpertos y sencillamente no nos comprendíamos. Nuestras verdades eran diferentes pero habíamos construido una casa en el árbol a la que de vez en cuando subíamos a follar. Cuando salíamos de allí ella se zambullía en la vida y yo me quedaba en el porche y las contemplaba desde arriba. A la vida y a ella. Con los pies colgando.
Solo fuimos dos personas que un día en una charla nos reímos del mismo chiste. Y creímos, románticos los dos, que eso era suficiente para amarse. Bastó al principio. Pero el tiempo cumplió sus amenazas y fue severo y riguroso a la hora de destapar las evidencias y arrollarnos. Ella se fue a una excursión de la que ya no volvió y yo me quedé otra vez mirando desde el balcón. Con un cigarrillo y un café viendo señoras pasar y unos huecos que parecían alcorques para árboles. Ahora que pienso, creo que sí, que ahí antes había palmeras.