
La trayectoria que dibujan nuestras miradas es absolutamente fortuita. Sin embargo convergen por un instante en el espacio tiempo. Nos miramos. Lo siento igual que cuando calibras una frecuencia en una radio manual y alcanzas el punto exacto del dial en el preciso instante en que el locutor introduce tu tema favorito. Las líneas confluyen en la intersección y ocurre el milagro. Compruebo al observar su ceño fruncido y la posición interrogativa de sus cejas que no me lo invento. A él también le está pasando. En este momento, mi pensamiento, escéptico por naturaleza, cree. Una intuición de la que desconozco el origen me posee y me aboca a admitir que la conexión que está ocurriendo no es aleatoria. El chico que está en el rincón del vagón, con el que mantengo la mirada, al que indudablemente no conozco, ni vi antes, me resulta familiar y estoy vinculada a él de alguna manera. Y sé, naturalmente, que él en este momento está alcanzando la misma conclusión. Si alguien nos tentara a ambos a hablar en este momento, pronunciaríamos las mismas palabras. Como cuando dos amigos que pasan demasiadas horas juntos se ríen del mismo chiste sin haberlo siquiera mencionado. Solo porque la imagen que vieron les evocó a ambos exactamente el mismo recuerdo. Ésto, que puede tener cierta lógica, pierde fuerza entre dos personas que comparten mucho y ya no se asombran de su telepatía. Pero ejerce sin embargo un efecto poderoso cuando te ocurre con alguien que no conoces.
Inevitablemente ya no puedo dejar de mirarlo de soslayo. Y cuando el tren para y él baja en Antón Martín memorizo su aspecto y anoto la estación para venir a pasear por el barrio otro día convencida de que volveré a encontrármelo. El tiempo que queda hasta mi parada invento unas cuantas vidas con él en diferentes épocas: Maestro de filosofía en el ágora griega, director de la compañía de títeres a la que pertenezco y con la que recorro la España de la edad media. Incluso le doy un papel como el hermano pródigo que desapareció huyendo de la guerra. Ahora ha vuelto para redimirse y llevarme con él a un mundo de oportunidades. Y así, divagando, continuo hasta mi reencuentro con la rutina en el andén de Plaza Castilla.
El día transcurre portentosamente creativo. Disfruto. Cuento el suceso a mis compañeros que me escuchan con mirada escéptica y sonrisa fingida mientras sé que piensan <ya está la loca ésta con sus movidas>. Hablo de sincronicidades, de señales, invento historias. Me reafirmo en que todos somos uno y ruego a mis amigos una cerveza después del trabajo porque no quiero dejar de hablar de lo extraña que es la vida y de sus prodigios. Tras dos cañas y un vino de animada charla, mis amigos que no comparten, aunque lo intentan afectuosos, mi estado de excitación, proponen que sigamos mañana reinventando el mundo, que ni dios lo hizo todo en un martes. Es hora de irse. Me lo he pasado en grande. Para el camino de vuelta a casa tomo el metro en Iglesia. Es su línea. Fantaseo con la idea de volver a toparme con su mirada. Incluso al parar en Gran Vía salgo del tren y vuelvo a entrar de nuevo un poco más delante porque creo que cuando nos encontramos viajábamos en un vagón más céntrico. Cuando para en Antón Martín abro los ojos como dos huevos fritos y me asomo a la puerta por si reconozco su silueta y la cazadora marrón de ante. No lo veo. No me importa, estoy entusiasmada. El reencuentro es solo cuestión de tiempo. En mi mente resuena su voz que ya he inventado. He imaginado conversaciones. Cómo de complicado será conocernos y alinearnos porque los dos somos almas complejas. Y cómo al final lo conseguiremos tras una larguísima y catártica conversación nocturna en una playa cualquiera. Visualizo el apartamento que compartiremos en un rincón de Lavapiés. El dormitorio tendrá pequeños ventanucos por los que el sol se colará y bañará nuestros cuerpos las mañanas de los sábados. Incluso le he puesto nombre a nuestras plantas. Y llego a casa, contenta después de haber tenido un día de lo más generoso. Me preparo la cena, y me acomodo en el sofá para descansar el poco tiempo que me queda antes de irme a la cama y estampar la rúbrica a otro día que archivar en el cajón de los que merecieron ser vividos. Abro Facebook y tras un par de publicaciones insustanciales lo veo. Es él, indudablemente. Un amigo ha compartido una noticia sobre una ONG que enseña el idioma a inmigrantes y los acompaña en su inmersión en el país. Él preside la foto desde una esquina. Se le ve desenvuelto. No parece ser la primera vez que se expone a los medios. Lleva la cazadora marrón.
El descreído dirá que es altamente probable que lo haya visto antes conceder una entrevista y por eso lo reconocí inconscientemente. Que si mi amigo colabora con la ONG ha tenido que compartir alguna publicación previamente. O al revés. Que ahora que he visto su cara frente a frente me habré fijado más al verlo en la foto y por eso lo he reconocido. El suceso adquirirá así una tintura de realidad que encaja como una pieza más del puzzle en este mundo de cosas reales que nos hemos inventado. Y apaciguará así su ánimo ahora que todo es medible y constreñido a los límites de razón.
La creyente que soy sigue pensando que lo que ha ocurrido hoy es un jodido milagro.