
Como si a mi amor propio le hubiera dado por encender una fogata en modo de alerta, sentí que un ardor repentino subía por mi esófago. Desde luego algo explosionó ahí dentro en el momento en que como un torpedo dirigido, esquivando las palabras de mi agente, que ensalzaba una y otra vez ante un comprador potencial mi exquisito gusto por los materiales, atravesó mi tímpano una voz de mujer:
—¿A ti te parece tan brillante? Yo creo que esta exposición está sobrevalorada.
Me serví rauda un Martini y me diluí en busca de un lugar desde donde poder observarla sin ser vista. Me coloqué detrás de una de mis esculturas que representaba a una mujer en la niebla. A través del hueco de las piernas tenía una visión perfecta de la barra. No podía ser otra que la chica del vestido azul. No tendría más de treinta años. Morena. Delgadísima. Tez y ojos claros. Inteligentes. Además de la mirada sagaz, poseía la suficiente confianza en sí misma como para lucir espléndida con un corte de pelo a lo garçón. Solo observarla desde lejos y querías ser ella. Inconscientemente traté de imitar con mi Martini su gesto al beber y casi me lo tiro encima. Era como si en una especie de generación espontánea, hubiese sido colocada allí sosteniendo su copa. Y solo después, hubieran construido el edificio, decorado la sala, traído mis esculturas y elegido a las personas apropiadas. Todo orquestado para que en ese preciso instante ella mojara sus labios en champán con aquella exquisita indolencia.
Decidí enrabietada que me explicaría cómo había concluido con tanta clarividencia que mi colección estaba tasada por encima de su valor. Los coleccionistas y los críticos estaban empezando a considerar mi obra digna de ocupar un espacio entre lo remarcable. Después de sopesar mis fuerzas con las del gorila de la entrada por si la cosa se ponía tensa, constatando que en ese caso estaba muerta, me acerqué a su lado y pedí un Martini. El de antes me lo había bebido sin respirar:
—Hola, soy Maria, la escultora. Me pareció escuchar antes que no estás disfrutando mucho de la exposición. Sin pretender incomodarte, solo porque soy curiosa, ¿Qué es lo que menos te ha gustado?
—¡Oh! Disculpa, no pretendía ofenderte.
—No te disculpes. Prefiero la sinceridad a la condescendencia. Y además, no es una ofensa, es tu opinión.
Esa exposición era la culminación de un sueño que me había costado dos años de encierro casi monacal. Me había instalado en el pueblo ocupando un viejo almacén de mi padre. Allí, tras una ardua batalla personal librada in extremis, había configurado mi obra más ambiciosa. Había arriesgado mucho, y estaba convencida de que era de una honestidad extraordinaria. Estaba orgullosa del proceso de creación. No menos del resultado. Sabía que era sobresaliente. La inauguración de la exposición era solo un trámite que cumplimentar para que mi nombre apareciera en los medios culturales y resonara por un tiempo. No lo necesitaba. Era conocida y las esculturas se venderían rápido. En realidad hacía todo por no escuchar a Eduard. Siempre me gana las partidas por agotamiento. Odio perder el tiempo en discusiones, y solo tenía que pasar allí una tarde. Elegir un vestido caro, tomar un vermut, charlar con algún colega y un par de horas después estaría en casa bebiendo las mieles del triunfo en pantuflas.
Y sin embargo allí estaba, tratando de digerir una crítica que pretendía arbitraria, resultado de la apatía de alguien que claramente prefería fantasear sobre el tacto de su próximo Gucci que pasar la tarde rodeada de un puñado de esnobs.
Cuando la abordé titubeó. Apenas atinó a disculparse. Estaba enfadada y estuve a punto de recriminarle su ineptitud. Pero reparé a tiempo en un detalle: Su juicio me había golpeado en la cara como el médico que trata de evitar el sueño como preludio del coma. Era la crítica más fresca e insolente que me habían hecho en años. La afrenta de la lozanía contra el remilgo. Esa cría un tanto estirada, que parecía no saber mucho sobre escultura, o igual sí, me bajó a la tierra, me puso a su altura, me dio una patada en el culo y me escupió en la cara: “Te estás acomodando”. Fue catártico. Le sonreí. Pedí otra copa y me alejé dejándola con la palabra en la boca. No me interesaban sus excusas. Esa misma noche empecé a esgrimir una idea. El título: “La revulsión en la ofensa”. El resultado lo tenéis ante vosotros. Espero que la disfrutéis.