La timidez de los árboles

Hace un par de semanas vi tu nombre en un artículo. Fue como ver un fantasma. Me costó reponerme de la impresión y tuve que descorchar la última botella de vino de la despensa que guardaba para una buena ocasión. Esta parecía serlo. Me quedé absorta observando las letras, sin unirlas, como si fueran un jeroglífico que hubiera que descifrar para localizar el mensaje secreto. Pestañeé un par de veces para salir del estado de hipnosis, y, una vez repuesta, con mi copa de shiraz en la mano, leí el texto con avidez. Me pareció realmente bueno. Haciendo un paralelismo con la ‘timidez de los árboles’, el cautivador fenómeno que provoca que un árbol deje de crecer cuando sus ramas se acercan demasiado a las de otro y evitar así que sus copas se toquen, hablabas de lo importante que es comprender que los demás nunca verán a través de nuestros ojos, del mismo modo que nosotros nunca comprenderemos los matices que ven los suyos, como en una suerte de daltonismo sentimental siempre habrá en cualquier relación, por estrecha que sea, un espacio, un rincón, una franja, una línea de separación, que será un vacío infranqueable. Un espacio de ignorancia que nunca podremos salvar y con el que debemos aprender a vivir. Una grieta de desconocimiento que es a la vez frustración y regalo. Frustración porque nunca seremos capaces de acercarnos plenamente al otro, de entender la complejidad de alguien en todas sus facetas, pero a la vez un regalo precisamente por esa misma razón. La curiosidad, el deseo de afinar esa línea constituye un juego fascinante  para mantenernos entretenidos los unos cerca de los otros.

No sé qué me impresionó más: Que tú hubieras escrito algo así, de profundo me refiero, siempre tendías a simplificar y a decirme que la vida está para vivirla, no para pensarla tanto, o que te hubieras convertido en alguien tan relevante en el mundo literario. O de darme cuenta de que habría sido capaz de reconocer tu rúbrica en ese artículo sin haber visto tu nombre en él, tan solo por la cadencia de las frases. Pude visualizarte sonriendo satisfecho por lo que acababas de escribir e imaginé tu sonrisa que tendía a estirar tu cara hacia la izquierda robándote momentáneamente tu apolíneo y pulcro aspecto. Esa sonrisa te hacía vulnerable. Te bajaba al mundo de los vivos. Era tu debilidad. Y la mía también, claro.

Recuerdo más de una conversación. Yo solía atosigarte mucho con mis reflexiones. Cuando una idea me invade adquiere un poder absoluto. Si ha llegado a convencerme soy incapaz de pensar en otra cosa y coloniza mis conversaciones y mi vida en general. Recuerdo que te decía siempre que el sustento de cualquier relación, en cualquier plano, es la curiosidad. Si no hay curiosidad la relación podrá surgir, podrá mantenerse por un tiempo basada en la atracción, en el interés (estas son poderosas también y pueden ser duraderas, pero yo no las catalogo como relaciones reales, porque están basadas en la necesidad; si la necesidad desaparece, a la mierda la relación), en la dependencia, en la pasión, pero tarde o temprano tenderán a morir. Tú solías argumentar en contra que para ti la relación más real se basa en la admiración. En el deslumbramiento frente a la destreza o habilidad ajena de la que uno carece. La contemplación de lo que no podemos alcanzar por nosotros mismos que estimula el deseo de permanecer cerca. Yo te decía: ‘Muy bien, y cuando descubras todo el misterio de la persona que te deslumbra, si ya supiste cómo alcanzó sus logros, si ya destripaste sus secretos, ¿Podrás seguir admirándola o perderá el brillo?’ Y me empeñaba en que no conocer y desear lograrlo era una fuerza mucho más poderosa que el asombro ante lo conocido. Y en ese momento te besaba y te decía: ‘Amor, tienes que estar de acuerdo conmigo en esto, sabes que estoy en lo cierto’. Tú ponías los ojos en blanco y me besabas de vuelta. No te gustaba pasar tiempo debatiendo, solías darme la razón o cambiar el rumbo de la conversación. Siempre me encantó tu absoluta indiferencia ante el triunfo, ese elegante desinterés en proclamarte poseedor de ninguna verdad. Para otros tal vez pareciera pusilanimidad, para mí era un signo de desdeñosa generosidad. La marca de los que no han venido a demostrar nada porque entendieron que vivir es otra cosa (¡Oh dios, yo sí que te admiraba!)

Quién iba a imaginar entonces que fuera eso lo que nos pasara. Bueno, te pasó a ti. Conmigo. Tu curiosidad por mí se desvaneció. Dejé de interesarte cada día un poco. La línea infranqueable de la que hablas en tu artículo se convirtió para nosotros en falla tectónica y fuimos contemplando la separación de las placas sin poder hacer nada hasta que acabamos a la deriva.  

Aprendí mucho de aquel final. Me he cuestionado tantas veces qué es lo que hace que una persona sea interesante, que consiga mantener la atracción, que no se gaste. Cómo se logra. Siempre me ha dado pánico que se me agoten las personas, y para que no se me gasten la mayor parte de las ocasiones no las empiezo. Es espeluznante. Pero creo que he encontrado algo en tu artículo que me ha dado una pista. Un motivo para la esperanza. Me gusta pensar que, quién sabe, tal vez me estás respondiendo a este debate imaginario que mantengo contigo más allá del tiempo y la ausencia. Lo que tú crees es que no llegamos nunca a conocerlas. Que esa línea no se salva nunca. Y me gusta pensar que lo escribiste pensando en mí.  Que realmente no me agotaste. Que te quedó algo por descubrir, que a nuestra historia le quedaron cajones por fisgonear.

Con la excusa de felicitarte por el artículo tal vez te escriba. Solo por preguntarte cómo estás. Dónde vives ahora, si compraste por fin el velero, si sigues volviendo a Madrid de vez en cuando. Con qué y con quién sueñas, si tienes hijos, qué proyectos tienes en mente. Y por qué no, quizás proponerte un café algún día… Y ver qué me respondes. No sé. Me pica la curiosidad.

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