
Se lo debo al escalofrío que recorrió mi espalda esta mañana. Y un poco al gintonic que como pepito grillo se empeñaba en recordarme anoche que yo antes lo que hacía era sentir. A la música, muy alta y muy lenta. A los besos que me faltan y al deseo que despiertan. A los tres grados de exceso de calor artificial que calientan mi descanso. Al hormigueo de los brazos que me obliga, ya está bien, a dejar el móvil en la mesita. A Chet Faker y a las risas que amortiguan el sonsonete machacón del teclado con el que escribo correos que no quiero mandar. Gracias al caos a veces, a las naúseas, a los perros. A los sueños sometidos a un golpe de suerte. Al miedo que me da cumplirlos. Gracias a este invierno tibio que templa la piel fría. A lo ordinario de hoy que un día fue inverosímil. A mi tendencia a visualizarlo todo. A vosotros. A vuestros nombres y sobrenombres, todos confundidos y amontonados. Y se lo debo un poco también, al conato de vida que llevo en esta ciudad. Al tiempo que me regala, el atmosférico y al efímero, que tienden los dos a estirar las tardes en retiros espirituales de manta y de sofá.
Pasa que a veces uno levanta los pies del suelo y al volver a plantar se tuerce el tobillo y tambalea. Y es al tratar torpe de incorporarse cuando recuerda que solo lo que está vivo duele. Pero también que solo lo que escuece tiende a curar.
¡Increíble!
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